LA AUTORIDAD DEL PASADO: En Memoria de Theodor W.
Adorno
NORBERT ELÍAS
Traducción de José María Pérez Gay
Theodor W. Adorno siguió siempre su propio camino
sin importarle demasiado lo que sucediera dentro de la academia de esas dos
disciplinas, la sociología y la filosofía. También yo he seguido mi propio
camino: Hay varias razones -no necesito mencionarlas aquí- que explican por qué
en mi caso ha sido más difícil, por qué me tomó más tiempo recorrer el espacio
que va de la aparente necesidad del primer esfuerzo a la primera cosecha.
Menciono ese hecho sólo porque explica mejor lo que significa para mí recibir
hoy el premio Theodor W. Adorno. Es, sin duda, la expresión de que mi trabajo
ha encontrado también en Alemania un eco generoso. A los ochenta años regreso a
mi casa, y me dan la bienvenida.
Evocación de Adorno
Sé del honor que significa recibir este premio, y
creo que el mejor modo de agradecer la distinción es evocar la presencia del
hombre cuyo nombre lleva el premio. Con su cara redonda y sensible, Theodor W.
Adorno ha quedado en mi memoria como el recuerdo de la época en que éramos
relativamente jóvenes, a principios de los años treinta. Sabíamos muy poco de
todo lo que nos esperaba. El había nacido en Frankfurt, yo empezaba mi carrera
universitaria y trabajábamos en el mismo edificio. Por aquel entonces la Universidad
Johann W. Goethe, de Frankfurt había alquilado algunos salones en el Instituto
de Investigaciones Sociales. Max Horkheimer puso a mi disposición un amplio
salón. Karl Mannheim, el titular de la cátedra de sociología, me había nombrado
su asistente. Pero las relaciones entre Horkheimer y Manheim no eran las
mejores, y esto se reflejó también en la relación entre Adorno y Elías. Uno se
encontraba entonces de vez en cuando, oía hablar de los otros, pues la
Universidad en ese tiempo congregaba a una gran parte de los sectores
ilustrados de la ciudad de Frankfurt, era una amplia red y un tránsito
continuo. No era extraño que personas adultas -varias mujeres en aquel tiempo-
visitaran las clases de los más conocidos profesores, ni que los problemas que
surgían en los salones de clase fueran tema de discusión pública, llegaran
hasta los editores o los periódicos, a los líderes sindicales y a los
burócratas. Así, indirectamente, oí hablar de Teddy (como le decían sus amigos
más íntimos) y, acaso, el oyó hablar de Elías. La Universidad de Frankfurt
había logrado reunir a un grupo de profesores cuyas obras gozan todavía de
cierto prestigio, profesores tan poco académicos como Wertheimer, el psicólogo
de la Gestalt; Goldstein, el neurólogo; Paul Tillich, el teólogo; Erich Fromm y
Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Karl Mannheim, Theodor Adorno y Max
Horkheimer. Sea como fuere, esos años en Frankfurt han sido los más
emocionantes y ricos de mi vida.
Por aquel entonces, aunque más claramente después
de su regreso de Estados Unidos, Theodor Adorno encarnaba un tipo de profesor
que, aunque no ha desaparecido del todo, ya es difícil encontrar: Adorno no vió
nunca el mundo con los lentes del especialista o el erudito, sentía una
verdadera aversión por los académicos. En Inglaterra, el gentleman era el polo
opuesto a este ejemplar; en Alemania, el erudito. Y eso era Adorno en el mejor
sentido de la palabra. Sentía, como yo, pasión por el arte. La música y la
literatura eran su espacio vital. Sus obras, sobre todo la Introducción a la
sociología de la música o las Notas de literatura, revelan nítidamente ese
interés. Adorno, como yo, decía que ocuparse del arte -la música o las Notas de
literatura, completaba y enriquecía la investigación científica. La frescura y
el estímulo que uno encuentra en las artes, como creador o como consumidor,
alienta la imaginación científica; y al mismo tiempo, hay experiencias y
perspectivas que uno expresa y entiende de modo más claro y convincente en un
poema que en todo un ensayo científico.
Del compositor y el músico no puedo hablar, pues
no lo conozco; pero su sensibilidad se revela en los trabajos de crítica
musical o de sociología de la literatura. Por ejemplo, en la introducción a la
antología poética de Rudolf Bochardt, un texto agriamente crítico, pero
comprensivo y tolerante, ya que Bochardt tenía una posición política diferente.
La sensibilidad de Adorno se muestra también en el uso del lenguaje -ese oído
finísimo para la melodía verbal- como en el prólogo al Origen de la tragedia
alemana de Walter Benjamin: "A pesar de que el libro tiene una rigurosa
arquitectura, ha sido escrito de tal modo que cada pasaje respira y vive por sí
mismo; esta obra se renueva en el fragmento, escapa a la torpe
continuidad".
Filósofo y sociólogo, Theodor Adorno era también
un ensayista en la gran tradición europea, un homme de lettres en el
mejor sentido de la palabra. Nunca permitió que sus escritos se infectaran de
ese lenguaje académico y pedante, por lo menos no cuando firmaba como autor.
Nunca aburrido, a menudo fascinante y explosivo, siempre brillante, era uno de
los mejores prosistas alemanes. Y lo mismo puede decirse de sus clases o
seminarios. He oído decir que era un gran maestro aunque no siempre un profesor
paciente. Cuando uno conversa con sus alumnos, se siente todavía la frescura y
el estímulo que despertaban sus clases y seminarios. Durante el último verano,
alguien me dijo que mis clases le recordaban a las de Adorno, y me sentí
profundamente conmovido. Sí, era el recuerdo de alguien demasiado importante en
la vida de sus discípulos, la sensación de haber perdido algo irrepetible. La
enseñanza -en el mejor sentido de la palabra- fue una actividad decisiva en su
vida, le dio grandes satisfacciones y, como casi siempre sucede, enormes
decepciones. Su ensayo, El profesor y la filosofía, es un nítido testimonio.
La huella de Marx
Lo que me une a Theodor Adorno por encima de
nuestras diferencias, es su humanismo crítico. Adorno entendía por humanismo
una cosa diferente a lo que yo entiendo y odiaba la palabra. La idea de
humanismo crítico para mí refiere a una persona que emocional e
intelectualmente está siempre de lado de los débiles, los oprimidos por el
poder, los explotados; y, en segundo lugar, a alguien que se sirve de ciertos
conceptos -cosificados por lo demás en el lenguaje académico- que empleamos
diariamente, como política y economía, estructura y superestructura, sistema e
interacción, y los refiere concretamente a los que viven en una sociedad. En
nuestros tanteos, Adorno y yo seguimos caminos similares; pero después, Adorno
se concentró demasiado tiempo en las obras de Marx y Engels, buscando un marco
teórico. Sí, es comprensible sin duda, porque Marx ha sido uno de los primeros
-aunque no el único- que logró articular un modelo teórico coherente de la
sociedad y su evolución desde la perspectiva de los que no tienen el poder,
desde la perspectiva de los sectores más inermes. Quien no haya entendido este
trazo dentro de la síntesis social de Marx no podrá tampoco entender la
increíble vigencia que su obra tiene en nuestra época, donde las disparidades
del poder político imponen su dominio. Como muchos otros investigadores y
políticos, Adorno creía encontrar en el sistema teórico de Marx la orientación
necesaria para entender los conflictos sociales, y para expresa radicalmente su
rechazo a la explotación del hombre por el hombre.
Sin embargo, en su caso como en el de muchos
otros, ese registro de Marx traía consigo varias desventajas. Adorno se unía a
un sistema teórico que basaba su solvencia en el horizonte y el conocimiento de
una época pasada, y que sólo respondía en parte a las necesidades de su tiempo.
El comunismo de Marx, que para él mismo era una programa diferido al futuro,
había llegado a ser el modelo económico de varios Estados, y la línea de
conducta política de varios Partidos. En otra parte he intentado mostrar cómo
la planeación que omite los procesos de lo no planificable, lleva
inevitablemente a resultados no previstos por los teóricos, y que se distinguen
de los fines que se habían propuesto. Un programa de lucha para obreros
explotados, cuyas organizaciones se encontraban en el siglo pasado en estado
naciente, se transforma al paso del tiempo en el programa de gobierno de
Estados poderosos, y en un modelo de crecimiento económico. He aquí, creo yo,
el ejemplo más claro de cómo los programas racionales se deshacen en el tobogán
de lo que escapa a la planeación. La ideología y el programa de estados,
partidos y otros grupos de mediados del siglo XX -que se basaban en la teoría de
un pensador excepcional del siglo XIX- llevaron a las profundas discrepancias
entre una teoría condenada a repetirse y una cambiante realidad social.
La enfermedad social del intelecto
Sin ser un ortodoxo, Theodor W. Adorno era un
marxista. Y esa atenuada relación con un sistema teórico que -inevitablemente-
no ha incluido ni integra mucho de lo que ha venido sucediendo en la vasta
arena de las sociedades después de la muerte de su creador, causó también en
Adorno -en una forma mucho más benigna- síntomas de eso que podría llamar la
enfermedad social del intelecto. Claro está que ella se expresa de modo más
virulento e implacable en los círculos liberales, conservadores y socialistas,
y de ningún modo sólo entre los marxistas. Si yo pudiera descubrir el síntoma
principal de esta enfermedad, comenzaría por relatar la dependencia de sistemas
teóricos, programas de acción, principios y normas de una época pasada, que se
convierten en una autoridad inmutable y terminante; al final uno no puede
pensar más allá de ellos mismos. No sería difícil demostrar que ninguno de los
grandes programas de acción sociopolítica que se mueven dentro del espectro de
los partidos políticos, entre los polos del fascismo y el socialismo, -acaso,
sí, con la excepción del fascismo- es decir, ni el conservadurismo, ni el
liberalismo ni el socialismo, corresponden a los principios originales que los
impulsaron, y se han convertido en principios autoritarios. En la praxis
socio-política se encuentran hoy sólo formas híbridas y confusas, y como tales
aparecen también los principios y los programas de acción, que se legitiman con
esos y otros nombres. En realidad, esa imposible legitimación obedece a la
enorme dificultad que significa desprenderse de las etiquetas autoritarias y
emocionales de sistemas que han ido perdiendo su brillo.
Todos
tienen su lugar ciertamente en los conflictos de clases, que Marx había
articulado por primera vez de modo claro e inequívoco: la lucha de clases
dentro de las sociedades. Es la continuidad de esa lucha lo que los sostiene en
vida. Sin duda uno penetra en un campo minado cuando se interna en estos
problemas como un sociólogo marginal, ajeno a las autoridades de cualquier
academia. Durante algún tiempo los voceros -representantes de la autoridad de
Marx- decretaron e impusieron la idea de que la estructura de la lucha de
clases no había cambiado desde tiempos de Marx; es decir, de que la teoría
marxista bastaba para entender los conflictos clasistas de finales del siglo
XX. Al parecer, ahora les toca el turno a quienes quieren desprestigiar y
eliminar la existencia de la lucha de clases, y de los conflictos que se
derivan de ella, como lo hacían los teóricos de la totalidad durante el siglo
XIX. Así oscila el péndulo, se balancea de un extremo a otro. La omisión de los
conflictos sociales, el castigo impartido a los profesores que enseñan en sus
clases su propia existencia, es en sí mismo un instrumento de lucha en la lucha
de clases, que no puede desaparecer del mundo por una orden. Por el contrario,
sólo reconociendo el hecho de que en todas las sociedades industriales,
capitalistas o socialistas, existen grupos, sectores o clases sociales, y
preguntando por las razones concretas de su existencia, puede uno esperar
resolver los problemas que se derivan de la lucha de clases. Sólo cuando seamos
capaces de reconocer y entender los conflictos entre las clases, será posible,
acaso, pasar a formas donde la violencia no haga de las suyas.
El vicio de la autoridad
La obra de Marx, un cúmulo de hallazgos
deslumbrantes nacidos de una rigurosa investigación teórico-empírica, ha pasado
a ser la Biblia autoritaria y absoluta, inmejorable y verdadera de un Estado,
Partido o secta. Y esa obra, creo yo, debe ser revisada, continuada, y negada
donde sea necesario. Y ella es también sólo un ejemplo de lo que he llamado la
enfermedad social de la inteligencia. El vicio de la autoridad y la permanente
búsqueda de apoyaturas culturales, de libros y obras de generaciones pasadas,
la incapacidad de poder pensar y observar por uno mismo, se encuentra hoy
presente en todos los bandos socio-políticos. Y, con mayor razón, entre los
sociólogos y los filósofos. Son esas actitudes las que paralizan el pensamiento
autónomo, las que impiden un estudio riguroso de los individuos en la sociedad.
Con frecuencia, la parálisis arrebata a los investigadores la imaginación
creadora, les veda el camino para percibir acontecimientos que escapan al
pensamiento autoritario y al esquema de sus principios. Se encuentra sólo una
satisfacción emocional detrás de esas categorías y conceptos, que obedecen a un
esquema trazado de antemano. El coraje para pensar por uno mismo ha sido
barrenado. Esa actitud que se somete a la autoridad condena a los individuos a
vivir para siempre como epígonos.
Adorno, era, sin duda, un teórico demasiado
independiente. Nunca se sometió de lleno a la autoridad marxista. Si uno
tuviera dudas al respecto, sólo tendría que recurrir a su poder verbal, a su
uso de la prosa alemana para ver cómo escapaba a los estereotipos, cómo saltaba
por encima de ideas autoritarias, de las palabras fetichizadas. Eso ha hecho
que sus libros conduzcan a un verdadero placer literario. Ahora bien, como uno
de los principales autores de la Personalidad autoritaria. Adorno conocía
perfectamente todos los síntomas de esa enfermedad. Pero al parecer, no logró
resolver ni articular la contradicción que existe entre la teoría original de
Marx y ese desarrollo de lo no planificable, que varios Estados habían adoptado
bajo el signo de la teoría marxista. Quiero decir: la transformación de un
programa de acción de los explotados y oprimidos en un programa de sus
representantes que, en el tobogán de los procesos no planificables, se
convirtieron a su vez en explotadores y represores. Y precisamente para un
marxista demasiado humano como Adorno este dilema tendría serias consecuencias.
No es improbable que la resignación con que uno tropieza en varios de sus
escritos sea el resultado de ese dilema. Considérese por ejemplo una de sus
obras principales, Mínima Moralia; uno bebe fascinado esa prosa, esperando que
la respuesta decisiva le salga al encuentro -por así decirlo- a la vuelta de la
esquina. Pero la respuesta decisiva no existe. Adorno pregunta y cuestiona en
este libro aspectos fundamentales como por ejemplo: ¿De qué nos sirve aún la
filosofía? Uno sigue leyendo sin encontrar una actitud definida. A veces se
burla de personas que esperan una actitud positiva de su libro. ¿No habrá sido
ese no saber a qué atenerse, esa parálisis progresiva, la incapacidad de una
síntesis social que fuera más allá del marxismo, y la resignación
correspondiente, el precio que Adorno debió pagar por esa teoría?
La sociología petrificada
Los directores del Instituto de Investigaciones
Sociales de Frankfurt quedaron de algún modo ligados a una tradición
autoritaria, que imponía su pleno dominio y sus límites. Creo que no me tomarán
a mal si relato aquí una breve anécdota: en la primera parte de mi libro Sobre
el proceso de la civilización hay un capítulo sobre la oposición -típica dentro
de la tradición alemana- entre cultura y civilización. Me interesaba explicar
por qué se la había dado un valor excesivo a la cultura mientras la
civilización resultaba una idea extraña y minimizada. Desde un principio, me
había opuesto a aceptar la oposición, quería buscar en el desarrollo social de
Alemania las razones de esa diferencia valorativa. Al final de mi investigación
vi, o creí ver que se debía a las relaciones específicas entre la nobleza y la
burguesía en Alemania, así como a los conflictos entre Alemania y las otras
potencias occidentales. Lo que en un principio era un símbolo para designar las
contradicciones entre esas dos clases se fue convirtiendo al paso del tiempo en
un símbolo de los conflictos nacionales. A decir verdad, el resultado me
parecía consistente. Era para mí la prueba clara de que en la investigación
sociológica era posible -mediante un trabajo íntimo y personal- llegar a nuevos
resultados, plantear nuevas preguntas y encontrar nuevas respuestas. El libro que
se publicó un año antes de la segunda guerra mundial, tuvo que esperar algunos
años después de la guerra: comenzaba para él una lucha difícil por encontrar a
sus lectores; una lucha que ahora parece haber ganado después de su publicación
en la editorial Suhrkamp.
En 1956, Horkheimer y Adorno publicaron en ensayo
en torno al mismo tema, cultura y civilización, dentro de su libro Sociológica.
Pero los directores del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt no
querían o, mejor dicho, no podían aprender nada de mi investigación. Ellos
vieron en la oposición entre la cultura y la civilización los mismos problemas
y lugares comunes de siempre. Era una exposición histórica y filosófica,
mientras que a mí me interesaba la investigación sociológica. No, no había mala
fe, sino una actitud que los dos autores eran incapaces de incluir dentro de su
esquema teórico y valorativo. Acaso aquí se revela una cierta parálisis del
trabajo teórico, ya que se mantienen en el marco de una autoridad a la que no
puede criticarse. Los directores del Instituto no tenían -si uno puede decirlo
así- la misma fuerza para seguir observando y articulando las categorías
sociológicas. Ese impulso que traté de conservar siempre me ha traído enormes
dificultades. Pero antes de continuar quisiera decir algo más sobre Adorno,
algo que me toca también en lo íntimo.
La medusa nacionalsocialista
Me parece que uno no puede ni podrá entender la
médula de la orientación marxista de Adorno, de su simpatía por la teoría de
Marx, si no ha entendido antes lo que significa el trauma del fascismo alemán.
Adorno había vivido primero con escepticismo, y luego con un creciente horror,
el ascenso del nacional socialismo. Años después debería abandonar el país que
era su patria, la tierra donde se hablaba su idioma, para vivir como un
desterrado, como un exiliado más, y no como un emigrante voluntario, en países
con otra tradición y otro lenguaje. A su regreso, el temor de que el fascismo o
un régimen parecido pudiera resucitar de sus cenizas se convirtió en una
obsesión constante. En su libro Eingriffe, publicado en 1963 se puede leer:
"El fascismo sobrevive; la tan comentada superación de nuestro pasado ha
pasado a ser su propia parodia, ha degenerado en un olvido frío e indiferente.
Y esto se debe, creo yo, a que persisten las condiciones sociales y objetivas
que hicieron posible el nacional socialismo".
Esas son frases decisivas que todavía conservan
su pleno significado. Pero también revelan de modo inequívoco -como lo hacen de
hecho muchos otros pasajes de su obra- que su pensamiento y su investigación
habían quedado detenidos en ese espectro, esa polarización dentro de la
sociedad alemana industrial, dentro sus partidos e ideologías, cuyos centros
dominantes eran los grupos marxistas y los fascistas. Todo el trabajo de
Theodor W. Adorno, su largo aliento emocional e intelectual, estaba bajo el
signo de esta polarización. No ignoraba que en el tobogán de lo no planificable
los marxistas que habían triunfado políticamente podrían convertirse en
explotadores; pero como muchos otros no vio nunca una salida de este dilema. Y
tampoco le interesaba aclararlo. La teoría de Marx era el bastión y al mismo
tiempo, el arma de ataque contra la burguesía alemana que -según su opinión-
renovaba sospechosamente su lucha contra la clase obrera, alentando la
restauración de un régimen fascista y dictatorial. Así las cosas, Adorno sentía
poco interés por los trabajos sociológicos que -como los míos- estaban más allá
del espectro actual, de los sistemas ideológicos prevalecientes.
Marxismo y purificación
Sea como fuere, durante algún tiempo su
convicción marxista lo llevó a una alianza con los estudiantes de izquierda.
Pero lo que en Adorno era no sólo un instrumento de trabajo científico sino
también, y sobre todo, la expresión íntima y personal de una historia, la
persecución y el exilio, fue para los estudiantes algo distinto. No puedo,
desgraciadamente, tratar aquí con detalle esta historia. Baste decir que para
la mayoría de los estudiantes el marxismo, y en algunos casos el terrorismo
anarquista, eran sólo medios para purificarse de la maldición nacional
socialista. De nada les servía decir que eran jóvenes, y que no habían conocido
a Hitler y sus secuaces; la imagen del nosotros alemán estaba dañada por el
recuerdo. Los acontecimientos del año 1968 en Alemania no pueden reducirse a un
solo denominador común; todo un cúmulo de factores complejos intervinieron
decisivamente. Pero el marxismo les ayudaba a purificarse frente al mundo y
frente a ellos mismos del estigma de las cámaras de gases, que estaba unido al
nombre de Alemania. No sería imposible que ese esfuerzo por apartarse de la
maldición, la culpa que veían -no sin razón- en sus padres y la burguesía
alemana, haya tenido alguna incumbencia en los últimos acontecimientos y la
violencia. Proclives a la exageración, despreciando cualquier compromiso,
revivían una historia que está profundamente enraizada en la tradición alemana.
Y que no ha perdido su vigencia en nuestros días, como todos lo hemos visto.
Esa violencia se revelaba también en la dureza con que los estudiantes atacaron
a su maestro Adorno, en sus acusaciones de tibieza y cobardía. El alejamiento
de los estudiantes, que creía unidos a él fueron para Adorno una amarga
tragedia que acaso le costó la vida.
Al observar cómo ha venido oscilando el péndulo
de la violencia en la más reciente historia de Alemania -de la derecha a la
izquierda, y quién sabe, de la izquierda a la derecha- casi siempre recuerdo la
Orestiada de Esquilo. ¿Cómo escapar al círculo satánico de la venganza
sangrienta, de la violencia que lleva a otros crímenes? Acaso lo recuerdan: los
Dioses han dicho a Agamenón que sólo puede esperar vientos favorables en su
viaje a Troya si asesina a su hija Ifigenia. A su regreso, Agamenón muere
asesinado por Clitemnestra, su esposa, durante un baño. Las Erinnias llevan
entonces a Orestes, su hijo, a vengar la muerte de su padre. Cuando Orestes
-empujado por la furia de las Erinnias- asesina a su madre, ellas lo persiguen
implacablemente. Orestes logra salvarse refugiándose en el recinto sagrado de
Atenas que, finalmente, logra aplacar a las dioses de la venganza sangrienta,
las que condenaban a la reproducción de la violencia.
Alemania, quizá junto con Polonia, ha sido uno de
los países más vapuleados a lo largo de la historia de Europa, más que
Inglaterra o Francia. Los golpes de ese péndulo violento, la sumisión a
cualquier autoridad, la maldición de esa violencia sangrienta incesantemente
renovada que uno puede encontrar en el presente de Alemania, se alimentan de
los ascensos y las caídas a lo largo de su rica y cambiante historia. Las
Erinnias trabajan incansables. ¿Cómo acabar con el golpe del péndulo de la
violencia, que en Alemania ha ido de la derecha a la izquierda y,
probablemente, de la izquierda a la derecha?.
Seguramente no se trata sólo de un problema
alemán. El círculo infinito de esa violencia siempre renovada lo encontramos
también en los terroristas católicos y protestantes de Irlanda, en las
guerrillas fascistas y seudomarxistas del Japón, y en otros muchos países.
¿Hemos entendido la coerción y la obligatoriedad de esos problemas sociales?
¿Podemos explicarlos? No, yo creo que no podemos o, que en todo caso, apenas
estamos aprendiendo a entenderlos. Uno puede observar actualmente en muchos países
que el uso inhumano y brutal de la violencia por parte del aparato estatal
alimenta y potencia el uso de la violencia por parte de los gobernados.
Observamos conmovidos el espectáculo. Y es precisamente su eco emocional lo que
sostiene a ese círculo satánico que, por un lado, alimenta a la violencia y,
por el otro, la conjura. ¿Habremos perdido la orientación en nuestro propio
mundo? Las categorías con que hemos crecido han sido rebasadas por la evolución
social; en otras palabras, nuestra teoría sociológica se ha paralizado o va
siempre detrás del desarrollo concreto de nuestra sociedad. Me inclino a creer
esto. Sé perfectamente que sólo un trabajo paciente, de largo aliento, puede
desarrollar y mejorar modelos científicos, modelos que ayuden a situar nuestra
creciente desorientación e inseguridad dentro de nuestro cosmos social y que
nos ayuden a ir más allá de los viejos modelos tradicionales del desarrollo
social.
Más allá de las autoridades
En la medida de mis posibilidades, siempre traté
de hacer esto. No ha sido fácil y, con seguridad, no lo es actualmente. Acaso
pueda yo decirles mejor qué significa para mí recibir el Premio Adorno de
Sociología si me permiten decir todavía algo al respecto: este premio es para
mí un símbolo, el reconocimiento público no solo de una persona, y no sólo de
mi persona, sino de la posibilidad y la necesidad para otros científicos e
investigadores del trabajo independiente y fuera de las autoridades que rigen
la academia. El trabajo dentro de la sociología y la historia es una carrera de
relevos; uno toma la antorcha de manos de otras generaciones, la lleva solo un
momento en la carrera y se la entrega a otra generación, que sigue corriendo
sin voltear al pasado. El trabajo de las otras generaciones pasadas no se destruye,
sino que es la condición de nuestra propia posibilidad, y la de las por venir.
Este es el significado simbólico del premio que ahora recibo. Creo que premian
a alguien que, sin destruir el trabajo de las otras generaciones, nunca se ha
doblegado frente a la autoridad del pasado. Ha sido bastante difícil;
investigando, uno escucha siempre las voces de autoridad pasadas, y las voces
críticas de nuestros contemporáneos. Uno escucha todos los comentarios y
argumentos, los lleva uno dentro de la cabeza. Pero si uno se deja confundir
por ellos, si pierde la capacidad de recurrir sólo a lo que le confiere fuerza,
se pierde fácilmente.
Me toca entregar ahora la antorcha, es decir, el
coraje para resistir a las autoridades del pasado y del presente. No quiero, por
eso mismo, convertirme en una autoridad, a la que uno se pega como una lapa.
Quiero que mi vida y mi trayectoria les den el coraje suficiente a las
generaciones por venir, la conciencia de la continuidad y la fuerza para la
imaginación; la disciplina para pensar por sí mismos, y saltar por encima de
las otras generaciones pasadas.
Nexos 20, agosto de 1979
Norbert Elías, sociólogo e historiador alemán, es autor de una
obra clave: Über den Prozess der Zivilisation (Sobre el proceso de la
civilización, 1939). En 1977, Elías recibió en la ciudad de Frankfurt el premio
Theodor W. Adorno, instituido en memoria del gran sociólogo alemán. Elías
pronunció en esa ocasión el discurso que publicamos.
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